Los preparativos constituían una tarea de
increíble dificultad. Nadie de cuantos vivían en Fandora
recordaba haber escuchado el sonido de las espadas
o haber presenciado una carga de caballería en los
campos pedregosos o en los páramos cubiertos de
brezos. Nunca se había presentado una situación que
justificara una guerra. Fandora estaba convenientemente
aislada de las demás naciones y no se había producido
ningún enfrentamiento civil. Las fuertes corrientes del
estrecho de Balomar y los grandes acantilados de la
costa habían evitado también las posibles invasiones
de los simbaeses y de los pueblos de las Tierras del
Sur.
No fue difícil encontrar a hombres dispuestos
a combatir, pero otro asunto muy distinto era encontrar
armas para ellos. La región era rica en mineral de
hierro, pero no había tiempo para sacarlo de las minas
y fundirlo para forjar buenas armas. Por tanto, se
decidió que cada pueblo armaría a sus hombres como
mejor pudiera.
- ¡No permitiré que os las llevéis!
El viejo, con los brazos en jarras, permaneció
inmóvil en lo alto de la escalinata de piedra que
conducía a su casa. Era un hombre muy anciano, con
la piel como pergamino seca y el cabello como una fina
gasa canosa. Aunque tenso de cólera e indignación,
su espalda aparecía encorvada por el peso de la edad.
Llevaba una túnica amarilla elaborada con seda fina.
En su dedo brillaba un anillo opalescente como si
reflejara la cólera que ardía en sus ojos.
Su casa era un rincón maravilloso de
Fandora, a su lado las casas de los ricos del pueblo
parecían chabolas de barro y cañas. Estaba situada a
la salida del pueblo, cerca de una arboleda, y rodeada
de un alto muro de piedra. El techo estaba cubierto con
una plancha de bronce batido, en lugar de con tejas de
madera. Dos torres bajas y sólidos con ventanas de
cristal coloreado flaqueaba la casa y la planta superior
se abría a un amplio balcón de madera delicadamente
tallada. El viejo estaba plantado delante de la puerta de
doble hoja, cerrada a cal y canto, y contemplaba con
aire enfurecido a los hombres que tenía delante.
- ¡Tenemos que hacerlo! - respondió uno de
ellos. Era otro viejo, aunque no tanto como el primero.
Vestía ropas de lana cruda y una capa raída. Se trataba
del Anciano Jefe del pueblo y tras él se encontraban
otros cuatro hombres. Tres de ellos parecían
impacientes y enfadados. Mientras el viejo discutía
con el Anciano, ellos fueron cambiando de postura,
apoyando el peso del cuerpo en una pierna y luego en
la otra. Sólo el cuarto hombre continuó sin moverse.
Era un gigante de casi dos metros con el cuerpo como
un tonel, unos brazos enormes y un rostro plácido y
poco despierto.
- Créeme, por favor- dijo el Anciano-. No me
gusta tener que hacer esto, pero debes comprender
nuestra posición.
- ¡Vuestra posición es la de unos bárbaros! –
gritó el viejo.
El Anciano se quitó la capa y se secó la frente. Con un
suspiro de impaciencia, intervino de nuevo.
- ¡No sirven para trabajar en los campos, ni
para viajar en ellas! ¡No les das ningún uso! ¡Fandora va
a la guerra y necesitamos ese acero! ¡Lo necesitamos
para construir armas con él!
- En ese caso, utilizad vuestros arados y
vuestros rastrillos – insistió el viejo-. Quitaos todos
vuestros anillos, dejad a los caballos sin herraduras y
arrojad luego a las llamas todo ese material. ¡Os repito
que no vais a despojarme de algo que aprecio más que
a mi vida!
Uno de los miembros del grupo, un hombre
casi calvo a causa de una cicatriz que le recorría la
cabeza, intervino inmediatamente:
- ¿Por qué seguimos discutiendo aquí con este viejo
estúpido? Necesitamos ese hierro y no nos queda
mucho tiempo. ¡Propongo que empecemos sin más
a llevárnoslo todo!
- ¡Intentadlo y os detendré! – exclamó el viejo.
- Por favor, compréndenos – insistió el Anciano en un
último intento por convencerlo. La guerra no nos deja
otra alternativa.
- ¡Siempre existe una alternativa a la guerra! Si sois
tan idiotas que queréis pelear y matar unos a otros, no
será con armas sacadas de…
- ¡Oh, ya basta! – lo interrumpió otro de los hombres,
muy alto y que pensaba que era muy atractivo; el
gigantón lucía lo que consideraba un uniforme de
funcionario, una túnica negra y polainas, entretejidas
de hilo de oro y salpicadas al azar de galones y
charreteras. Se lo veía sudar profusamente bajo
el ardiente sol, pero seguía luciendo su sombrero
emplumado y el cuello de la túnica cerrado hasta el
último botón. – No podemos perder más tiempo! –
añadió. Dicho esto, rodeó la casa en dirección al muro
de piedra almenado que se alzaba en la parte posterior.
Los demás lo siguieron. El Anciano hizo una pausa,
dirigió una mirada de disculpa al viejo y fue tras ellos.
El viejo corrió al interior de la casa y cerró la entrada
de un portazo.
Detrás de la casa, el terreno presentaba
una ligera pendiente hacia el bosque. Los hombres
siguieron el muro hasta llegar a una imponente verja
de madera. No estaba cerrada con llave, y la abrieron
con cierto esfuerzo, hablando fuerte, dándose ánimos
como suele suceder cuando los hombres saben
que están obrando mal. Penetraron en el jardín y, de
inmediato, se detuvieron para contemplar lo que tenían
adelante.
Era un verdadero vergel, una obra de arte viva.
Habían moldeado varios montecillos que aparecían
rebosantes de hierbas y flores. Los hombres salvaron
con cuidado un arroyo cuyo curso había sido desviado
para que corriera por la finca del viejo, donde formaba
una serie de charcas repletas de lirios y conectadas
por unas pequeñas cascadas. Aquí y allá aparecían
unos delicados afloramientos de rocas y cristales,
pero el elemento más impresionante del jardín eran las
esculturas.
Eran doce en total, y cada una de ellas
coronaba una pequeña loma. Todas medían más de un
metro y medio. Los intrusos reconocieron en algunas
la forma de seres legendarios, como un dragón alado
en pleno vuelo, o una serpiente de mar rodeada de
espuma oceánica. También había otras con ideas más
atrevidas: una criatura medio caballo y medio pez, un
ciervo alado con las patas delanteras levantadas en
actitud de desafío. Vieron flores con incrustaciones de
piedras preciosas y demonios con alas de murciélago.
Algunas de las piezas estaban realizadas con admirable
realismo y meticulosidad, hasta el más mínimo cabello
o el pétalo más pequeño. Otras, en cambio, apenas
estaban talladas y su masa metálica estaba trabajada
con artístico abandono. Sin embargo, una cosa tenían
todas ellas en común: el material del que estaban
hechas era hierro forjado, y sus autores, los artesanos
escultores de Bundura.
Los cuatro hombres recorrieron el jardín con
movimientos torpes debido a su incertidumbre. Unas
delicadas piezas cristalinas crujían bajo sus pisadas
como huevos al romperse. Dos de los intrusos asieron
la estatua más próxima, la del ciervo alado, y la
movieron hacia delante y hacia atrás para arrancar el
pedestal del suelo. Por fin, la volcaron, la levantaron y
empezaron a transportarla hacia la verja.
Sin embargo, antes de que llegaran a ella,
uno de los hombres se volvió de pronto, mirando hacia
la parte posterior de la casa. El Anciano, ocupado en
soltar otra estatua, miró también. En el umbral de la
puerta trasera se hallaba el viejo, que sostenía en sus
manos un arma que resultaba desconocida para la
mayoría de ellos; el Anciano la reconoció como una
ballesta.
- Dejad eso- dijo el viejo a los dos hombres
que llevaban la estatua. Obedecieron, pero el pie de
la figura rompió una baldosa -. He trabajado durante
veinte años para construir esta casa y el jardín –
declaró el viejo con voz aguda y quebrada, y con la
frente reluciente de sudor-. En mis viajes por el Lejano
Occidente he buscado a los mejores artistas, y ha
pagado grandes sumas para traer aquí estas esculturas.
¿Estaríais… estaríais decididos a destruirlas porque
no pueden arar un campo o tirar de un carro? ¿Sois
capaces de llevarlas al herrero para que las funda y
las transforme en armas? ¡Nunca! No lo entendéis…
¡Estas esculturas no tienen precio! No fueron hechas
para tener ninguna función, sino para existir, sin más.
¡Y ahora, marchaos, antes de que os mate a todos!
Mientras el viejo pronunciaba estas palabras, el
Anciano advirtió que la ballesta no estaba cargada.
El ver su error le causó una sorprendente
tristeza. Se volvió hacia el gigante y le dijo:
- Mantenlo dentro de la casa hasta que
hayamos terminado aquí.
El gigantón asintió, dio media vuelta y cruzó
el jardín. Pese a su mole y su peso, sus pies avanzaron
con rapidez y ligereza.
- ¡Os lo advierto! – gritó el viejo con un
asomo de histeria en su voz-. ¡Fuera de aquí! ¡Dejad en
paz esas estatuas o utilizaré esto!
El Anciano movió la cabeza en gesto de
negativa.
- No la usarías ni aunque supieras cómo
– murmuró. E hizo un gesto a los demás para que
siguieran trabajando.
El gigante se plantó frente al viejo, cuyos
ojos quedaron a la altura de los botones de madera
de su camisa, que le venía pequeña. Tras un jadeo
entrecortado, bajó el arma. Entonces, aquel gigantón
pasó un brazo alrededor de sus hombros, lo obligó
suavemente a dar media vuelta y lo condujo al interior
de la casa.
Las paredes de la habitación del fondo estaban
decoradas con cuadros a plumilla de las Tierras del
Sur. El viejo se derrumbó en una silla y el gigantón se
sentó en el otro extremo de la estancia, y lo contempló
con curiosidad. No entendía por qué el viejo se
mostraba tan trastornado. Si hubiera podido hablar, se
lo habría preguntado… pero era mudo. Naturalmente,
había muchas cosas que no comprendía, y no por
ello se consideraba mejor o peor. El mundo, en virtud
de su propio misterio, constituía un lugar espléndido
y fascinante para él, y siempre estaba dispuesto a
aprender más cosas, aunque no las comprendiera.
Ahora, no entendía por qué el viejo permanecía sentado,
con sus huesudas rodillas encogidas, abrumado por
el pesar. El gigante se asomó por la ventana. Los
demás ya habían quitado cinco esculturas. Los hoyos
cuadrados de tierra negra donde habían estado sujetos
los pedestales de las estatuas contrastaban con las
verdes lomas. Contempló las restantes esculturas. En
su vida había visto nada parecido. Algunas de ellas
eran tan reales, tan detalladas, que parecían seres
vivos que se hubieran transmutado en metal. ¿Por qué
los autores de aquello – su mente luchó por recordar
la palabra, escultores-, por qué se habían esforzado
tanto los escultores en aquellos trabajos?
Detrás de él, el viejo lo observaba.
- No te preocupes, estoy absolutamente
seguro de que se las llevarán todas. Estas estatuas
representaban toda una vida de búsqueda, ¿sabes?
Claro que eso a ti no te importa. Tu no puedes hacerte
una idea siquiera del crimen que se está cometiendo.
Destruir el arte en pro de la guerra… ¡No puede haber
crimen mayor!
El gigante observó las estatuas que iban
alineándose, una tras otra, junto a la verja. Vio cómo las
levantaban de sus lugares y, al contemplar los huecos
que iban dejando en la tierra, notó una punzada de
dolor en su corazón que no supo a qué se debía. Sin
las estatuas en sus emplazamientos correspondientes,
el jardín parecía muy vacío. De pronto, apartó la vista
de la ventana y observó al viejo. Ya no quería seguir
viendo lo que sucedía en el exterior, pero tampoco
quería seguir escuchando sus acusaciones, pues le
hacían daño. Emitió un sonido inarticulado, un gruñido
de dolor e incomprensión y el viejo alzó la mirada. El
gigante tenía los ojos fijos en él en una mezcla de
conmiseración y de esfuerzo por comprender lo que
sucedía.
- ¿Lo entiendes, entonces? – preguntó el
viejo en un susurro. Casi habría merecido la pena si
así fuera. Desde luego, no restituiría esas hermosas
obras de arte, ni el amor que expresan, pero sería de
algún consuelo saber que su destrucción ha inspirado
en ti una cierta apreciación de su valor…
El gigante lo obligó nuevamente a ponerse de
pie y a acercarse a la ventana.
- No- protestó el viejo, resistiéndose
débilmente-. No puedo mirarlas, ¿entiendes?
Es demasiado doloroso para mí. No soporto ver
deformado el amor que hay en ellas.
El hombretón frunció el entrecejo y sacudió
ligeramente al viejo por los hombros, como un padre
haría con un hijo obstinado. Movió la cabeza en
dirección a la escena que transcurría tras la ventana, y
señaló las estatuas una por una. Por último, colocó la
mano ante el rostro del anciano y levantó un dedo.
El viejo empezó a entender qué se proponía.
- ¿Quieres que… que escoge una de ellas? –
preguntó con asombro. El gigante asintió. El viejo miró
de nuevo. Era una elección muy difícil. Cada estatua
guardaba muchos recuerdos para él. Por ejemplo, la
que estaban arrancando con tan poca sensibilidad en
aquel mismo instante: el escultor se la había regalado
en agradecimiento por haberle salvado la vida en
una pelea de taberna de Dagemon- Ken, hacía varias
décadas. Otras, ahora en el suelo y abrumadas de
soledad, las había comprado o cambiado por otras
cosas sólo porque su belleza había hechizado sus
noches. ¿Decidirse por una? ¿Cómo podría? Era lo
mismo que pedirle a un padre que escogiera entre un
hijo y una hija. Era imposible.
Aún así, tenía que salvar una de las obras de
arte si era posible. Paseó su amorosa mirada por todas
ellas una última vez, contemplándolas detenidamente.
Cuando hubo terminado, tomó la decisión. Con
lágrimas en los ojos, señaló una de las más pequeñas
del lote, la imagen de una mujer naciendo de una flor.
- Ésa- dijo-. Era un regalo que le había hecho
una artista que ya había muerto, una escultora a la
que había conocido y amado durante un tiempo en
Bundura. Aquélla parte de la mujer al menos, seguiría
viviendo.
El gigante contempló la pequeña escultura
con sorpresa. Comparada con las demás, casi le había
pasado inadvertida. Sin embargo, ya había llegado
a la conclusión de que en todo aquello debía haber
algo más que todavía no lograba captar, de modo que
asintió. Salió al jardín, y se encaminó hacia los demás,
uno de ellos – el uniformado – se había aproximado a
la estatua con intención de arrancarla de su posición.
Cuando la sombra del gigantón cayó sobre él, el
hombre levantó la mirada. El gigante posó una de sus
manazas sobre la estatua y con la otra apartó a su
compañero.
- ¡Eh! ¿Qué quieres tú, ahora? – preguntó
el uniformado, agresivo e insolente. El otro no le hizo
caso. Levantó la estatua con una mano y las protestas
cesaron bruscamente. Cargado con la escultura, se
dirigió de nuevo hacia la casa.
- ¿Adónde vas? – oyó preguntar al Anciano con voz
tranquila. El gigante vaciló y, por fin, se volvió hacia él.
Sosteniendo todavía la estatua en una mano, movió la
cabeza con gesto de firmeza hacia la casa, donde la
silueta del viejo se recortaba tras la ventana.
El Anciano miró hacia la casa y luego de
nuevo al gigante. Tras un largo rato de inmovilidad,
asintió lentamente. El gigante llegó hasta la casa y
observó al viejo, que seguía mirando cómo se llevaban
las demás esculturas. Después, se retiró por fin de
la ventana y vio la estatua de la mujer en la flor, tan
extraña y fuera de lugar en la mano del hombretón. El
pedestal, sucio de tierra, estaba colocado sobre una
alfombra tejida a mano.
El viejo miró al gigante. En su expresión no
parecía haberse producido ningún cambio. Era pasiva
y abierta, pero serena. El viejo la estudió como lo haría
con una escultura, mientras el gigante lo observaba
con nerviosismo, como si no supiera qué hacer.
“Está esperando”, pensó el viejo. “¿Lo sabe? ¿Percibe
lo que siento, o sólo me tiene lastima?”
Entonces tomó la mano del gigante y la colocó
suavemente entre las suyas. Luego tomó sus dedos y
los deslizó ligeramente arriba y abajo por la espalda de
la escultura de la mujer.
- Yo la conocí hace tiempo- dijo el viejo-.
No tenía ese aspecto pero, cuando toco esta estatua,
siento que vuelvo a acariciarla.
El gigante lo miró con un destello de
comprensión en sus ojos. El viejo quiso abrazarlo,
agradecerle lo que había hecho, pero el otro se apartó
y corrió hacia la puerta.
El viejo, desde la ventana, lo vio cruzar el
césped a toda prisa. Después, dirigiéndose a una
mujer bundurana a quien no había visto en muchos
años, susurró:
- He visto una lágrima, mi señor
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