- Quiero saber dónde debo ir. No quiero estar sin poder crecer. Aprendiendo las lecciones para ser. -

29 abril, 2012

El arte y la educación en el mundo contemporáneo


La atmósfera de indeterminación - caracterizada por la sobreinformación, la mirada desintegrada de la realidad, la debilidad axiológica, la ausencia de relatos unificadores, la deslegitimación  de las instituciones y las prácticas sociales, el aumento del poder mediático como contrapartida del descrédito del pensamiento político - funda el sustrato de un mundo que se presenta de un modo muy complejo y, básicamente, confuso. Si la realidad ya no es abordable desde puntos de vista centrales, si la fragmentación de los discursos evidencia que la palabra ha dejado de tener contundencia frente a la autoridad inconmensurable de la imagen y si, además, se atraviesa por una crisis del pensamiento, anémico por el exceso de liviandad e ironía, parece obvio insistir en la necesidad de establecer ejes desde donde analizar las condiciones en las que se desenvuelven hoy los procesos de aprendizaje.
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Frente a la evidente imposibilidad para discernir realidad y ficción y ante la manifiesta indeterminación e inestabilidad de un mundo que se presenta cada vez más encubierto, habrá que admitir que la educación artística debería brindar herramientas a los alumnos para que sean capaces, al finalizar su recorrido por los distintos niveles, de comprender la actualidad y los horizontes posibles, lo que se ofrece directamente a los sentidos y lo que se oculta o devela, lo que ya existe y lo que aún no ha encontrado su forma.
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El sistema educativo forma parte de esta cuestión no de manera tangencial, sino estructural. Es, junto a los medios de comunicación, el modo en que los grupos de la clase dominante garantizan, o no, el control y la difusión de sus enunciados y la supervivencia de sus intereses, aspecto sobre el que abundan estudios que provienen de la sociología y la pedagogía crítica. La separación institucional entre educación y cultura es un emergente de esta disputa. 
       La reconstrucción teórica de estos procesos sociales se vuelve aun más ardua sin los componentes que refieren a sus posibilidades futuras, a lo no verificable en términos fácticos. El tenor de los interrogantes descritos es inabordable desde un perfil lógico-técnico que constituye una suerte de generalización de lo inmediato, una articulación entre operaciones lógicas y reglas metodológicas. Las predicciones de los pensadores de la escuela de Frankfurt (mucho más una perspectiva de análisis que un método) en cuanto a los límites de la llamada sociedad racional parecieran cumplirse. Asumir tareas educativas en este contexto de indeterminación supone bastante más que un simple registro y sistematización de los hechos. Si hay un aspecto que aparece como aporte de la teoría crítica es el de concebir que cuando la verdad no es realizable dentro del orden social existente, ésta adquiere el carácter de utopía. Pero esta utopía (palabra que carga con cierta fatiga) no implica un horizonte infinito de posibilidades, no es una fantasía. El sentido de la educación, el camino hacia el mundo del adulto, no habla tanto de la libertad de la imaginación como de la libertad real.

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Las limitaciones de la ciencia tradicional se vuelven particularmente estériles cuando se procura entender el universo simbólico de los jóvenes, quienes no cuadran en dicho modelo, entre otras razones por su renuencia al consumo de textos científicos y el reemplazo de la cultura verbal por la visual y audiovisual. Y si bien es cierto que la repetición ampliada a la que aludían Adorno y sus pares ha hecho su trabajo, el divorcio entre la educación tradicional y los niños y adolescentes no se explica únicamente en las carencias críticas de estos. En todo caso, la alineación alcanza a todos los actores del sistema. Por otro lado, la segmentación de clases resulta más compleja que la que Marx describía. Toda clasificación de grupo o estrato, sea material, cultural o religiosa es dinámica. Si aquello que sustituye a un objeto ausente puede ser entendido como signo, ¿cuál es el objeto ausente al que reemplaza el carácter autosuficiente, críptico y segmentado de esta nueva juventud? Difícil respuesta. Niños de clase media alta que usan celular y adultos que intentan  parecer adolescentes. Quizás, un rastro de esa ausencia pueda leerse en los problemas que afronta el mundo adulto para asumirse como tal. No eliminar al opuesto, decía Marcusse.     
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              El arte ha sido concebido según la época como oficio, manifestación divina, creación autónoma, invención racional,  emergente de un sujeto recluido en su subjetividad e, incluso, como producto de una lógica instrumental y tecnicista desvinculada de cualquier intento crítico. En los tiempos que corren, el concepto de obra de arte se asimila más a la materialización sensible de un conjunto de valores culturales, individuales y colectivos que a un modelo unívoco aplicable a una producción particular. Diríamos con Jiménez que la producción artística es un punto de encuentro entre lo racional, lo intuitivo y la cultura. Las tensiones entre lo popular y lo académico, la producción y la reflexión crítica, el pasado y el presente, forman parte de las preocupaciones habituales entre artistas y docentes de arte y aparecen como una constante en la elaboración de proyectos institucionales.

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Las estrategias que emplean los docentes de arte para dar sus clases distan de conformar un cuerpo coherente y tienden a imbricar recursos que provienen de distintas concepciones. No obstante, en esta diversidad es posible reconocer la influencia de por lo menos tres corrientes que, con sus matices, impactaron en la enseñanza del arte fundamentalmente en las clases de música y plástica de la escuela primaria y secundaria.
Una responde al modelo teórico expositivo tradicional que tiende a materializar una secuencia de aprendizajes mediante las cuales los alumnos internalizan determinados conocimientos como un saber verdadero por medio de la transmisión verbal. Con sus variables, la función reproductiva delinea un arquetipo cuyos postulados pedagógico-didácticos se estructuran en los opuestos expositor/ reproductor y promueven extensas disertaciones acerca de géneros, estilos y autores centroeuropeos clásicos y obras que ilustran el relato que las precede en medio de bostezos de los adolescentes en una escuela secundaria, promoviendo un encuentro destinado al olvido. El aprendizaje es valorizado estimando la cantidad de información captada en forma de imágenes, habilidad que comúnmente se denomina “capacidad de abstracción”.

Otro enfoque afirma que el conocimiento proviene de la experiencia sensible. Su carácter científico se funda en la observación, la experimentación y la comprobación y atribuye especial importancia a aquello que desde afuera es incorporado por el sujeto y modela su conducta. El aprendizaje es consecuencia de un encadenamiento sucesivo de estímulos y respuestas, controlado por acciones externas más que por la intervención de procesos internos del sujeto.
El cuerpo estructural de estas teorías prescinde de la conciencia del sujeto en favor de limitar su estudio a las relaciones directas entre estímulo y reacción, partiendo del postulado de que a igual entorno todos los experimentos debieran arrojar igual resultado, ya que el sujeto no construye a priori. Método y objetivo guían las estrategias de aprendizaje: el problema, entonces, se reduce a seleccionar el método adecuado para garantizar las asociaciones entre el mundo circundante y las “impresiones” mentales.
 El conductismo pedagógico-artístico recurre inevitablemente a los reflejos innatos para justificar lo inexplicable, su eslabón más débil, esto es que los alumnos ofrecen diversas respuestas frente a un mismo estímulo. Acaso el arte más reconocible, el que no precisa enmascararse detrás de la neutralidad, haya contribuido a poner en jaque esta concepción que, sin transponer los límites del funcionalismo, acabó legitimando los equilibrios del mercado. La teoría crítica desnudó con crudeza el modo en que la teoría tradicional disfraza su propia atadura al aparato social a partir de la negación de la interdependencia entre procesos sociales y validación científica.[1] Con posterioridad, la llamada pedagogía crítica profundizó el análisis de las relaciones entre poder, ideología y procesos de producción con la formulación de las contradicciones entre currículum explícito y currículum oculto. Estas contribuciones mantienen su vigencia fundamentalmente porque echan luz sobre el paralelismo entre el rol asignado a los trabajadores en el sistema de producción en serie y el papel de los alumnos en el sistema educativo. A ambos les está vedada la plena participación en los procesos de intervención sobre la realidad. Las limitaciones de este modelo se acentúan cuando sus postulados se transfieren literalmente a la educación artística. Por detrás de las cuestiones metodológicas, el intento por reducir estos lenguajes a sus aspectos cuantificables deviene en intervenciones pedagógicas que soslayan aspectos intuitivos, inconscientes o culturales y anulan la singularidad.


En los dos casos el papel asignado a la subjetividad, la cultura y la composición es mínimo. Como contrapartida, en paralelo se instaló otra corriente de gran predicamento en las escuelas que puso el acento en las capacidades de creatividad y autoexpresión, y que centró el fin del aprendizaje no en el contenido o en el objetivo, sino en el sujeto. En la llamada “educación por el arte” el aprendizaje por descubrimiento, la actividad como principio de la enseñanza y una marcada apertura a producciones contemporáneas o populares colocaron como prioritarios los intereses de los alumnos. Con el profesor en un rol de orientador, toda planificación de la enseñanza fue juzgada nociva. La sobrevaloración de la “expresión libre", la generación de climas cálidos y contenedores en los que el alumno pudiera manifestarse sin ataduras fue acompañada por la descalificación del docente  y la enunciación de objetivos y contenidos tan generales como difíciles de incluir en un programa de clase. La expresión de los sentimientos sustituyó a la enseñanza de contenidos característicos de las disciplinas. Ser creativos, sensibles, vivenciar el arte y otros estereotipos por el estilo formaron parte del vocabulario de los docentes durante años sin poder precisar qué aprendizajes concretos derivan de estos postulados. La fantasía del artista indisciplinado, nocturno y bohemio, sensible e inestable, más cercano a la inspiración que al trabajo encontró en este modelo su morada. A menudo, las consignas de la libre expresión han resultado no menos paralizantes que las más rígidas recetas del conductivismo. La descalificación social de la clase de artística en las escuelas, más una hora libre que un ámbito de producción y enseñanza de conocimientos es consecuencia en parte de estas metodologías. [2]

 En todo caso, no se trata de elegir un modelo u otro, sino de propiciar una revisión de la propia práctica docente sin desconocer la especificidad de los lenguajes artísticos. Un plástico no puede ni debe dar clases de danza, ni un músico clases de teatro, salvo que esté calificado profesionalmente para ello.

           La complejidad y provisoriedad de los problemas enunciados obligan a formular esta agenda de temas prioritarios como interrogantes: ¿qué enseña el arte? ¿Qué aporta a la formación integral de un alumno?
En primer lugar, retornando a Jiménez, el arte permite una liberación sensitiva, una suerte de emancipación de los sentidos cuya función social es irremplazable. El arte no consiste en llorar, en ser “creativo”, ”sensible” en el sentido de la permanente revelación de las emociones, sino en privilegiar la materialización de lo otro. Esta emancipación se produce en el ámbito de la ficción, de la apariencia. La obra no traduce literalmente la subjetividad, la despoja, la vuelve más leve o cargada de nuevas significaciones, incluso la puede negar.
La frecuentación del arte vuelve la subjetividad más compleja. A la vez, esa complejidad se traslada a la objetividad alejada de los parámetros del positivismo lógico que pretende reducir toda manifestación simbólica a magnitudes cuantificables por medio de la observación. ¿Cuánto mide el amor, el olor a café, la madrugada, la profundidad de los ojos del ser amado?
En segundo lugar, el arte desempeña una función social como portador de valores simbólicos. En la búsqueda de universos comunes el arte contribuye en la afirmación de la identidad nacional y regional.
Pero la función más importante del arte en el mundo contemporáneo es la construcción de significados, no como consuelo, como paliativo del sufrimiento humano, sino como potenciador de las imágenes por medio de las cuales desplegamos nuestra vida.

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Si acordamos que el arte no es una técnica, que supone una técnica pero que es un lenguaje metafórico, procesual, comunicativo, con códigos diferentes al de los lenguajes verbales, que construye verosímiles y no verdades, es necesario entonces ampliar la discusión sobre estos asuntos. El aporte de la educación artística en una etapa histórica que propicia lecturas literales de una realidad cuyo emergente más tangible es curiosamente la imagen, en la que los  proyectos colectivos se han debilitado, aparece como un puente hacia el futuro. Un puente cuyos cimientos descansan en la producción de sentido.


Daniel Belinche
Licenciado en Música. Decano de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata. Titular de la asignatura Apreciación Musical en la citada Unidad Académica.


Mariel Ciafardo

Profesora en Historia de las Artes Visuales. Titular de la asignatura Lenguaje Visual I en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata. Directora de Publicaciones de la citada Unidad Académica. Directora de La Puerta, revista internacional de Arte y Diseño.



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