- Quiero saber dónde debo ir. No quiero estar sin poder crecer. Aprendiendo las lecciones para ser. -
01 febrero, 2012
Autobiografía Rodolfo Walsh
Me llaman Rodolfo Walsh, cuando chico ese nombre
no terminaba de convencerme: pensaba que no me
serviría, por ejemplo, para ser presidente de la
República. Mucho después descubrí que podía
pronunciarse con dos yambos alterados, y eso me
gustó. Nací en Choele Choel, que quiere decir
―corazón de palo‖. Me ha sido reprochado por varias
mujeres.
Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho
decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el
que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir
de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios.
El más espectacular: limpiador de ventanas; el más
humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante
de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en
Cuba.
Mi padre era mayordomo de estancia, un
transculturado al que los peones mestizos de Río
Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero
sabía bolear avestruces y dejar el molde en la
cancha de bochas. Su coraje físico sigue
pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los
caballos. Uno lo mató, en 1945, y otro nos dejó como
única herencia.
Este se llamaba ―Mar Negro‖, y marcaba dieciséis
segundos en los trescientos: mucho caballo para ese
campo. Pero ésta ya era zona de la desgracia,
provincia de Buenos Aires. Tengo una hermana monja
y dos hijas laicas. Mi madre vivió en medio de cosas
que no amaba: el campo, la pobreza. En su
implacable resistencia resultó más valerosa y durable
que mi padre. El mayor disgusto que le causo es no
haber terminado mi profesorado en Letras.
Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos,
cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto
grado. Cuando a los dieciséis años dejé el Nacional y
entré en una oficina, la inspiración seguía viva, pero
había perfeccionado el método: ahora armaba
sigilosos acrósticos.
La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese
idiota chiste de Rilke: si usted piensa que puede vivir
sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una
muchacha que escribía incomparablemente mejor
que yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi
primer libro fueron tres novelas cortas en el género
policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin
pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y en
el dinero. Me callé durante cuatro años más porque
no me consideraba a la altura de nadie.
Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola
comprendí que además de mis perplejidades íntimas,
existía un amenazante mundo exterior. Me fui a
Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo,
contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso.
Volví, completé un nuevo silencio de seis años. En
1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el
violento oficio de escritor era el que más me
convenía. Pero no veo en eso una determinación
mística. En realidad,
he sido traído y llevado por los tiempos; podría haber
sido cualquier cosa, aún ahora hay momentos en que
me siento disponible para cualquier aventura, para
empezar de nuevo, como tantas veces.
En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más
necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento,
he tardado quince años en pasar de mero
nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a
armar un cuento, a sentir la respiración de un texto;
sé que me falta mucho para poder decir
instantáneamente lo que quiero, en su forma
óptima; pienso que la literatura es un avance
laborioso a través de la propia estupidez.
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